Dictadura y paranoia
Padecer
de delirios de persecución es un estado terrible de angustia y desespero
permanente. No hay paz ni un momento. Se pierde la serenidad. No hay lugar en
el cual sentir seguridad ni cobijo, nadie es confiable y la inclemencia de esa
situación lleva al aislamiento, a la suspicacia, al temor, al pánico, y
arrastra al entorno familiar y social. La desconfianza se extiende a los
alimentos y a los allegados, incluso a la naturaleza, a los niños, a los
viejos, a las religiones y a las ideas.
El
recelo es la regla, el aislamiento y el sometimiento de quienes le rodean, así
como el control férreo de acciones, situaciones, alimentos, dineros, bienes,
amistades y hasta de los supuestos o reales enemigos o adversarios.
Todo
es con sospecha o bajo sospecha. Todos los insumos, materiales o intangibles,
son prohibidos, desechados y rechazados.
Esa
es, en parte, la vida de un paranoico.
Completa
el cuadro su inmenso sufrimiento personal, equivalente a saberse único en el
universo y en la mira maléfica y destructora de todos. Es el narcisismo llevado
al grado superlativo: los que me adoren lo harán porque yo los seduzco, los
obligo y los reduzco a mi voluntad, a mi deseo, únicamente. Ese aspecto de solo
sentirse amado por la gestión de ellos mismos, conlleva un sufrimiento
adicional de incomprensión, de sentir que sobre sus hombros pesa todo y así hay
que llevarlo, con inmenso sacrificio personal, sin rédito, sin reconocimiento
afectivo real.
¡Qué
soledad tan grande! ¡Qué sufrimiento!
El
cuerpo humano no soporta tanta exigencia, tanto tiempo y sin descanso. El
cuerpo enferma y si su mente también lo está, esa enfermedad es creciente,
perturbadora, inclemente y, o muere, o mata a otros.
Esa
es la pintura de la paranoia de persecución. Quite o ponga un síntoma o un
hecho más o menos, pero ese es el cuadro. Aplica tanto al individuo delirante
encerrado en una esquina de su cuarto, temblando del miedo y amenazando a quien
se le acerque, como al paciente escapado y recorriendo carreteras buscando
incesantemente un lugar y unas personas que le infundan la paz que no tiene y
no puede conseguir. Pero también es aplicable a jefes de estado, guerreros,
políticos y hasta empresarios exitosos.
El
desafuero es tal que estas personas, envilecidas por su malestar infinito, son
capaces de todo a fin de adormecer la sensación de peligro inminente que les
acecha en todo momento. El fin justifica los medios y los medios no son
escrutados ni valorados, solo utilizados. Normas, regulaciones y leyes no son
aplicables con la mesura que las originó, pero sí con la función añadida que la
paranoia les endilga.
No
se fían de nadie y nadie se fía de ellos, pero todos les temen y ellos temen a
todos.
La
Cuba depauperada, triste y taciturna de hoy, la Venezuela depauperada, todavía
alegre, pero muy mal humorada de hoy, son resultado de la paranoia persecutoria
de algunos de sus gobernantes, originalmente luchadores socialistas que
devinieron en defensores paranoicos de prebendas y de una cadena interminable
de injusticias, mentiras, tergiversaciones y maltratos opresivos y represivos a
ciudadanos que se convirtieron para ellos en amenazas a su poder absolutamente
corrompido.
La
desaparición física de Chávez no cambió la cosas. La de Fidel, tampoco lo hará.
Pero ambas pueden desatar las aspiraciones de algún otro iluminado
intergaláctico que aspire a absolutista, esta vez, más encumbrado y más
litúrgico.
Nos
siguen esperando tiempos difíciles. Debemos seguir estando claros en nuestra
intención y finalidad humanitaria y social, políticamente correcta: la democracia
y la justicia.