¡Bandido, golpista, inmora!
Publicado en el diario El Nacional el 22 de julio de 2005
La descalificación y el insulto son recursos de quienes en el debate no pueden expresar o sostener un argumento con suficiencia, también son figuras retóricas útiles a quienes quieren desviar la atención de sí mismos o agredir a otros. A veces la estatura moral del agraviado se exalta con la injuria proveniente del infeliz e incapaz argumentador, en otras ocasiones se empaña o se lesiona la imagen pública del injuriado; también puede suceder que el insulto se convierta en el disparador de incontroladas pasiones y de la palabra agresiva y vituperante se derive daño físico y hasta la muerte, como consecuencia de la legítima defensa del honor y del amor propio.
Recoger un guante o quitarle a alguien una pajita eran situaciones comunes hasta hace casi un siglo. ?Sal p?al medio? y ?sal p?afuera? eran fórmulas para arreglar diferencias irreconciliables e insultos. Una pelea a machete, tiros o verazos era cuestión frecuente. No había que pensarlo mucho, quien se dormía en la respuesta al agravio quedaba mal, tan mal, que la sociedad lo manchaba con remoquetes y más insultos, además de la consabida consideración de cobarde. En general se trataba, casi siempre, de un asunto personal, raramente pasaba a ser un asunto colectivo, la solidaridad y las lealtades públicas no aparecían hasta que la sangre llegaba al río. Hoy, con la radio y la televisión, las situaciones pueden hacerse públicas en un santiamén y por tanto las respuestas colectivas a la injurias podrían, teóricamente, ser inmediatas.
Hay varios tipos de insultos, la diferencia entre un insulto fino, elegante, descriptivo, terminante y una insolencia ofensiva e injuriosa es evidente. Cuando a la inteligencia y la inventiva no se le añaden el humor y la cortesía, se suele caer en el abuso y de ahí al escarnio y al ultraje ya no hay distancia.
Hay quienes basados en el dicho: ?Calumnia, que algo queda? proceden a insultar al adversario, pues algo quedará. Este recurso de la injuria calumniosa es hoy costumbre en los personajes políticos que detentan el poder: se descalifica a la oposición, a los líderes, a los medios audiovisuales, a militares, médicos, gobernadores, alcaldes, a quienes firmaron y a quienes osan emitir opinión sobre los asuntos nacionales, políticos o no. Primero se les descalifica y se les injuria, luego se les sustituye: con trampa por electorado amañado, por simple sustitución digitada o por importación de sustitutos.
Ya van varias veces que sacerdotes católicos de relevancia nacional y peso especifico notable, son agredidos, injuriados y vilipendiados. Recordamos las pancartas y afiches contra el finado Arzobispo de Caracas Monseñor Velasco, las acusaciones contra Monseñor Porras y últimamente las calificaciones de hipócrita, alcahueta, fariseo y pantomima al Cardenal Castillo. No me queda más remedio que pensar que el gobierno tiene ya preparados una camada de resanderos cubanos para el plan ?parroquia adentro?. Como en el caso de los médicos, lo que es importante no es que estudios tienen, ni que preparación, lo que importa es que van a sustituir a los de aquí.
Afortunadamente los compatriotas insultados son más evolucionados y se sienten con más libertad que los vomitadores de vituperios que les agraden. Además han aplicado el sabio y tranquilizador aforismo ?No hay mejor desprecio que no hacer aprecio?.
Sin embargo, bueno es reconocer el antiguo refrán ?el ofendido perdonó, pero nunca el que le ofendió?, por ello es prudente ser cauto y sereno.
En esa línea de pensamiento dijo el Presidente del Cardenal: ?Que Dios lo perdone y el diablo lo reciba, cuando le toque?. Ese sonoro contrasentido surgido del estado confusional continuo en el que nos encontramos en este país, indica que hasta del perdón de Dios se duda o para algunos no existe, pues si por Dios somos perdonados, nada tendríamos que hacer con el infierno.
Finalmente debemos decir que la pantomima es la que nos tienen montada. Asistimos con dolor y rabia contenida a este sainete vulgar y ofensivo que pareciera que no termina nunca. Oír verdades de parte de quienes las pueden decir sin ofender no es corriente y es necesario escucharlas. Más escucharemos cuanto más creamos en quien las dice. No es el hábito lo que hace al monje, ni las sedas cambian a la mona. Oigo al Cardenal y siento su apreciación de hombre libre y respetable; si estoy o no de acuerdo con sus apreciaciones es otro asunto, pero defenderé su derecho y el mío de opinar como nos plazca y no aceptaré como límites al pensamiento y la expresión de las ideas, los insultos de nadie. Sea quien sea.