El Papa
Hoy estoy escribiendo sobre Juan Pablo II por que quiero y por que debo hacerlo. Me obligan mi necesidad de expresar sentimientos íntimos de pesar y tristeza por su muerte y sentimientos también íntimos que, ligados al devenir de la política y la involución de nuestra sociedad venezolana, se han venido haciendo cada vez más intolerables y por tal razón fuente de presión extraordinaria que clama por salir a borbotones y desordenadamente de mi pecho.
Siempre he tenido el más alto concepto del venezolano, pienso que somos todo lo bueno que se puede pedir, todo lo valiente que se puede esperar, todo lo noble que se puede ser y tan generosos como para entregarnos totalmente a ideas y a gestas de trascendencia universal. Ese venezolano ha sido utilizado una y otra vez por los grandes aprovechadores de las debilidades humanas y, ciertamente, por algunos políticos. La nobleza de espíritu, la riqueza del coraje y la tolerancia, la virtud de la paciencia y la esperanza de lo bueno en cada quien, han sido sólo las definiciones de las debilidades a utilizar. Pareciera que de lo bueno que somos y podemos ser, hayan sacado provecho para engañar, tergiversar y presentar a ese mismo público una cara gubernamental y social que se conforma más con las fantasías del mal gobernante que con las realidades del sufrimiento de los mal gobernados.
Juan Pablo II fue un hombre para admirar, querer e imitar, no sentimos en estos años de su pontificado que fuese el juez de ninguno de nosotros, pero si sentimos su presencia en los actos más trascendentales de nuestra vida colectiva y personal. Su palabra estuvo allí, su opinión también. Su firmeza, su decidida actitud y su sólido compromiso con los pobres, con los desposeídos y con los oprimidos, fueron siempre un vergonzante punto de comparación para quienes teniendo no dimos lo que podíamos, pudiendo no hicimos lo que debíamos y queriendo no amamos cuanto sentíamos.
Las posiciones que adoptó en nombre de nuestra iglesia fueron siempre valientes, decididas y honestas. Podrán ser cuestionadas a nivel individual, pero, como actitud propia de una colectividad, en este caso los católicos, son y serán siempre fuente de enseñanza, probidad y desarrollo.
En un momento en el que la tristeza invade nuestro barro humanizado y nuestra alma, en el cual nos cuesta tanto dejar los inmensos y egoístas sentimientos de sentirnos solos y hasta abandonados de la seguridad de tener a nuestro Papa, enfermo, torcido por la enfermedad y finalmente muerto, viene a mi mente, como un ciclón apabullante, el recuerdo vergonzoso del Papa en su visita de 1996, hablándole a quienes creyó eran los presos del Retén de Catia, cuando en realidad hablaba a policías y guardias, colocados como maniquíes móviles en las ventanas de la cárcel. Los presos ni lo vieron ni lo oyeron, los guardias, que si lo vieron y lo oyeron, no escucharon ni miraron y quienes miramos y escuchamos desde nuestro televisor, todavía sentimos el candor de su actitud y el ardor de sus palabras. Por suerte demolieron ese monumento a la falsedad y al engaño, pero los presos que ni oyeron ni vieron y para quienes era el mensaje, se quedaron sin mensaje y sin futuro, igual que antes de la visita de su Santidad.
¿Quién fue el engañado: el Papa, el gobierno, los presos, los guardias; los policías, nosotros todos?
¿A quienes engañan nuestros políticos cínicos, tergiversadores, mentirosos y teatreros?
La sencillez y transparencia, candidez en otra palabra, obliga a la verdad, al respeto y al trato diáfano, afable y sincero. Juan Pablo II siempre supo, o antes o después, con quien lidiaba, a todos quienes le engañaron o le trampearon, les perdonó, estoy seguro. A quienes le agredieron de palabra o de hecho; a quienes le mintieron; a quienes denigraron de su persona y su ministerio, también les perdonó. Nuestros políticos de doble discurso y mensajes engañosos, deben saber que están perdonados y encomendados por Juan Pablo II para la gracia eterna y vivificante de Dios.
Yo me sigo sintiendo ofendido como fiel y creyente católico. No puedo aceptar la burla y la desfachatez de la que hicimos gala en este país ante un hombre transparente, puro, sin mancha. Tampoco puedo aceptar el insulto y el maltrato personal y a su memoria, al Arzobispo de Caracas, Monseñor Ignacio Velasco, ni la campaña artera y denigrante contra Monseñor Baltasar Porras o la burla procaz y obscena en la televisora del estado al Nuncio Apostólico Monseñor Dupuy.
¿Qué vendrá ahora? Después de una Iglesia en los Teques quemada dos veces, varias iglesias robadas, las imágenes de la Virgen María decapitadas, puede venir cualquier cosa.
No pido políticos creyentes, eso es, quizá, demasiado. Pido, al menos, políticos respetuosos de las creencias de los demás y respetuosos de los hombres de bien que se juegan en sus vidas dedicadas a otros, las comodidades y facilidades que dan el dinero y el poder político y militar.
Yo no los perdono. No sabría como, ni soy transparente, ni soy puro, ni estoy sin mancha.