Sitio virtual donde se archivan los ensayos periódicos que escribe Álvaro G. Requena, sobre la situación política, social, económica y de salud en Venezuela.

sábado, 23 de octubre de 2004

Justicia

En este país el tema de la justicia ha sido, es y seguirá siendo, motivo de crítica, suspicacia y desconfianza. Los venezolanos sentimos que no poseemos un sistema judicial confiable. Si hay o no razones técnicas o profesionales para ello, yo no lo se, simplemente, lo percibo. No soy juez, no he estudiado derecho y aunque me he leído muchas leyes y estudiado unas pocas, no me alcanza lo aprendido para emitir una opinión sobre la pertinencia de tales impresiones. Sin embargo, ese sentimiento existe, es compartido por muchos y cada día aparecen nuevas evidencias que incitan a la desconfianza, generan desilusión, frustración y hasta al desprecio del sistema de aplicación de leyes.

Alejandro Magno, a pesar de su juventud e inexperiencia, hizo gala de espíritu justiciero y equitativo. Cuando impartía justicia, se cubría una oreja: «Reservo la otra oreja para el inculpado». Fue su manera de llenar para sí, para su pueblo y para los pueblos conquistados, la eterna aspiración de justicia que todos tenemos. Ha sido tan fuerte esta necesidad, que a las injusticias e inequidades hemos tenido que oponer muchas formas de impartir justicia. Desde la simple y pura intuición hasta la entrega al juicio divino, en condiciones tales, que sólo un milagro defendería al inculpado del dolor, quemadura, congelación, agotamiento, atragantamiento o muerte segura. Afortunadamente la ordalía fue desechada por la humanidad como sistema judicial y fue sustituida por códigos y leyes en un proceso lento y terrible que tomó muchos siglos. El principio de la presunción de la inocencia, conquista innegable de la humanidad, marca definitivamente la esperanza en las leyes. Gracias a Dios podemos decir que preferimos un culpable declarado inocente que un inocente declarado culpable. Tiempos hubo en los que se presumía la inocencia si tolerabas la tortura, pero si no la tolerabas y morías y eras inocente, había seguridad infinita de que irías al cielo y lo harías como mártir. Al fin, siempre un beneficio para el acusado.

Yo no puedo emitir un juicio sobre los últimos acontecimientos judiciales que han perturbado nuestra paz social y abonado aún más el terreno para el cultivo de la desesperanza. Me refiero a: la condena del general Usón por emitir una opinión y describir el uso de un arma lanzallamas, en el caso de los soldados quemados vivos en una celda en un cuartel en Maracaibo; la absolución completa de los pistoleros grabados en video mientras disparaban sus armas contra no se sabe qué, pero quedaron varios muertos y heridos de una manifestación que pasaba frente al puente de Llaguno; y la absolución total y completa del Sr. Carrera, su padre y la secretaria de éste, de todo crimen contra la muy mutilada Srta. Linda Loaiza López Soto.

Si el Sr. Carrera es o no culpable, no lo puedo saber, aunque, como tal ha sido presentado a la opinión pública. No conozco las pruebas ni a favor ni en contra de su culpabilidad. Quisiera pensar, en aras de la justicia y de la esperanza, que sí es cierto que es inocente, que la juez acertó y que no merece la cárcel que por muchos meses pensé le tendrían que sentenciar.
Yo tampoco se si la Srta. López Soto, es o no mentirosa o prostituta. Pero lo que si se, es que las heridas, mutilaciones y el daño que sufrió, no son un merecimiento, ni para ella ni para nadie y que ninguna condición social, económica, cultural, moral, religiosa, laboral o perversa, justifica un maltrato de esa naturaleza.

Es cierto, que los venezolanos, como sociedad y cultura, somos dados a emitir juicios y opiniones rápidamente, a veces muy superficialmente, casi siempre muy emocionales y viscerales. Pocas veces medimos lo que decimos y nos dejamos llevar por nuestros impulsos más primitivos y también de un cierto nivel de revanchismo por un lado y de complicidad o inadecuada y automática lealtad, por otro. Quizá sea esa la razón por la que el propio Presidente de la república, no acepta la obvia culpabilidad del Sr. Gouveia, cuando aparece grabado en video y confiesa además su crimen del 6 de diciembre de 2002; o minimiza la dramática y terrible tragedia de los soldados quemados «levemente», que se mueren mientras el habla. O la del funcionario que culpa a los bomberos por la desidia y negligencia culposa que trajo como consecuencia, si no el incendio de la torre Este del Centro Simón Bolívar, al menos el que no se pudiese controlar el fuego por ausencia de medios y sistemas contra incendios, operativos.

No se trata de mi indignación, una vez más, con los sucesos en nuestro país. Con ese sentimientos convivo desde hace seis años, día y noche y he aprendido a aceptarlo como parte del precio que tengo que pagar por una Venezuela a la que damos todo y no veremos, seguramente, cristalizar como paraíso terrenal en muchos años, pero que esperamos con alegría y fe, será mejor cada día.

El asunto es que las personas no podemos aceptar que quienes detentan la investidura de magistrados o de servidores públicos, actúen como reyezuelos, señores feudales con derechos absolutos y decidan de un plumazo que aquello que les molesta y les exige trabajo, reflexionar y calibrar, no es ni blanco ni negro, ni gris. Al Sr. Carrera le declaran inocente, a la Srta. López Soto la tildan de mentirosa, la describen como prostituta y la juez pide se investigue la red de trata de blancas que pudo haberla utilizado. Es decir, el sufrimiento de ella no es suficiente causa para buscar un culpable. Como si se tratara de un ataque de caspa o una reacción alérgica a los apasionados besos de su inocente novio. Pienso que la vergüenza debió haber privado en ese juzgado y no se debió permitir jamás que Linda no fuese, al menos, defendida a capa y espada, con todos los medios de que dispone la ley y por ende la propia juez. Era en el mejor interés de la justicia y de la paz y la tranquilidad de la humanidad venezolana, que debió considerarse que, aún siendo el Sr. Carrera, inocente, el maltrato físico y moral al que fue sometida esa mujer, no quedase en vano. La orden de remover cielos y tierra para encontrar al culpable, no la he visto. ¿Si no es él, quién es y donde está?

Lo siento mucho por Linda. Ser tú, equivale hoy a no ser. El mundo no está al revés, es sólo que habitamos un mundo en el que hay dimensiones diferentes. ¿Qué tienes tu que hacer para probar tu verdad? Te sugiero que hables con la juez a ver si ella acepta que te amarren y te tiren en una piscina de agua helada y si flotas es que dices la verdad, si te hundes, no. O que metas tu brazo en agua hirviente, si después de tres días tienes ampollas, eres mentirosa, o que te paren con los brazos en cruz enfrente del Sr. Carrera, y aquel que baje primero los brazos, pierde. Te propongo estas, por que la otra ordalía de tres años de espera con casi treinta oportunidades de juicio que nunca se dieron, no resultó.

Yo no conozco a la Srta. Linda, pero quisiera recordarle la canción del «inquieto anacobero», del Jefe Daniel Santos: «Sabrá Dios, ¿cuántos le estarán pintando ahora pajaritos en el aire??»

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