Sí
Somos víctimas insensatas del oficialismo retorcido, tergiversador, fulero, prevaricador y falaz. Por mucho esfuerzo que hacemos e hicimos, las tramoyas gubernamentales tras las bambalinas del supuesto sistema de gobierno democrático, siguen influenciando la política nacional con una sobredosis de falsedades, suposiciones, infundios, calumnias, montajes y detenciones cuya explicación es, casi siempre, nimia, absurda, fantasiosa y paranoica, y cuya motivación es perpetuar en el poder a la camarilla política que se autodenominan revolucionarios y que han dejado de lado las justas luchas por el pueblo, para concentrarse en las injustas prebendas del poder. Actitud que deploramos, tanto como la inercia sociopolítica que nos invadió por años a muchos y que hoy pareciera que toca a su fin o, mejor dicho, da inicio al nuevo venezolano del siglo XXI: sensibilizado, politizado, comprometido y solidario; demócrata a ultranza, probado en las más encarnizadas y difíciles luchas entre voluntades, firmas, legalismos y normatividades, entabladas para lograr el Referéndum Revocatorio actual.
La propaganda oficialista ha venido redefiniendo crímenes sociales (p.ej.: «...rescatar las clínicas privadas...»), económicos (p.ej:«...ahora Venezuela es de todos...»), constitucionales (p.ej.: las invasiones a la propiedad privada), políticos (p.ej: aceptar dólares de la National Endowment for Democracy) y otros que se me escapan de la memoria. También han venido creando matrices de opiniones que a fuerza de repetir y repetir, han permeado el lenguaje cotidiano de la política, tanto que su sola mención constituye una declaratoria de guerra o al menos de golpe de estado. Tomemos como ejemplo el uso de la frase «cambiar el régimen». Frase que, aparentemente, encierra todas nuestras esperanzas, pero, por la subliminal sutileza del lenguaje, representa la definición de un golpe de estado. Cambiar el régimen no es lo que pretendemos y es, sin embargo, lo que la propaganda oficialista ha hecho creer y nos ha acostumbrado a decir. Es difícil justificar aspiraciones democráticas cuando planteamos que queremos un cambio, que queremos la salida del actual Presidente de la República, al que reconocemos, obviamente, su cualidad de electo por elecciones libres, y lo hacemos diciendo que queremos salir de Chávez y su régimen. En el subconsciente del oyente lo que se escucha es que queremos dar al traste con la democracia como sistema y con el régimen presidencialista, parlamentario y democráticamente elegido. La verdad es otra: no pretendemos un cambio de sistema; queremos seguir en democracia; el régimen presidencialista y parlamentario por elecciones populares es el régimen que tenemos y queremos; el apego al orden constitucional es la base de nuestro accionar político; la eficiencia y pulcritud en la administración y gerencia del estado son esenciales; un cambio de estilo es lo que perseguimos. No nos gusta Chávez ni su camarilla. No confiamos en ellos. No los queremos.
Sí queremos la democracia, sí queremos el régimen que nos hemos dado. No queremos que la gente se confunda. No queremos ningún golpe de estado, ni que vengan los marines o las ligas de naciones a «liberarnos» del yugo de Hugo ni de la influencia de Fidel. Hemos llegado hasta aquí y seguiremos hasta allí, buscando cambiar, con apego a la constitución y las leyes, los actores gubernamentales actuales. Así lo queremos. Así lo haremos.
Vivir en democracia es muy difícil. La dosis de bonhomía y buena voluntad, así como de paciencia y resistencia física y emocional, que se necesitan son grandes. Todos podemos vivir en democracia, pero no debemos pensar que ello significa simplemente vivir, pasivamente. La democracia exige el concurso de todos y en la medida en que ese concurso sea unánime, mejor. De hecho, hubo un momento histórico, en tiempos de la Grecia antigua, promotora de la democracia internacional, en que la concordia, también llamada unanimidad, era tan esencial en el sistema de gobierno democrático, que existió una magistratura -cargo público- con el título de «Inspector de la unanimidad» -el único cargo oficial que Ortega y Gasset, según su propio decir: «le hubiera complacido ejercer». Así como los votantes debemos votar, pues la democracia es cuestión de unanimidad, y concordia quiere decir que estamos de acuerdo en que somos demócratas y elegiremos o revocaremos a nuestros gobernantes y legisladores con el voto, también se nos exige la defensa y apego voluntario e irrestricto a las normas, leyes y costumbres. Por tanto, gobernar con la notoria desfachatez y falta de respeto ciudadano como lo ha hecho este gobierno es intolerable y motivo suficiente para exigir, democráticamente, su remoción y escoger, posteriormente, a otro equipo para la gestión de gobierno, en la esperanza de que su actitud y lenguaje se adapten a la esperanza colectiva.
La aplicación de las leyes, normas, reglamentos y acuerdos exige no sólo su conocimiento, también la disposición a ser justo, equitativo, prudente, sensible, humanitario y honesto. Sin esas condiciones se puede tergiversar, prevaricar o abusar y si se es tan estricto que se aplica la letra sin el sentido del contenido, se corre el riesgo de actuar mecánicamente, crudamente, sin inteligencia y ello traerá como consecuencia, decisiones frías, sin relación con el suceso y probablemente entrabamiento del proceso del que se trate. Así, buscar la perfección en la aplicación de la norma sin tomar en cuenta el individuo y el suceso, basándonos en la norma o ley «per se», cumplir tan estrictamente la letra de la ley que se desconozca la intención del legislador y llevar la precisión hasta la ausencia de la duda, equivale a retardar, a entrabar a, en definitiva, perjudicar al sujeto y valorar inadecuadamente el alfabeto. Las leyes son duras y así deben ser, pero no hay peor injusticia que la que se comete en nombre de la ley. No hay peor afrenta que utilizar la concordia sobre el sistema de gobierno, para imponer en su nombre otro sistema que no deseamos. Antes que suceda, cambiemos el estilo del gobierno, salgamos de este Presidente, votemos por el Sí para revocarle.